Como si temiese aumentar el desorden de la habitación o estropear los objetos, Gabriella caminaba con cuidado por entre los escasos espacios que quedaban aún libres, burlando obstáculos y apoyándose en las paredes. Sus pasos producían un sonido crujiente y amortiguado que se hizo aún más intenso en cuanto cesó la lluvia y amainaron las explosiones.
Resolvió entonces empacar rápidamente las primeras cosas en una pequeña caja de cartón que encontró en el baño. Según lo que había dispuesto —tras la pérdida del contacto y ante la inminencia de la extensión de los ataques—, su intención era recogerlas lo antes posible, llevarlas hasta el apartamento y esperar allí a Federico, donde quizás estarían más seguros que en el centro de la ciudad. Pero esa determinación duró muy poco. Bastó que se detuviera en la selección de algunas prendas para que el afán que llevaba se esfumara por completo: allí, el viejo paraguas que tantos recuerdos le traía y, más allá, la gabardina; cerca del anaquel, los libros, esos fetiches que ambos habían compartido con intensidad; sobre la cama, más fotografías, más imágenes inevitables; junto a la pared, detrás de la grabadora, un misterioso arrume de casetes y de cintas de vídeo; regados por el suelo, manuscritos y recortes de periódico. Objetos, todos, que empezaron a saturar su ánimo de resonancias. Así que se detuvo un poco más en cada cosa; a lo mejor, ese desbarajuste que había dejado Federico en su huida era aparente; a lo mejor había claves que le pudieran llevar a resolver el enigma.