Como si aún no hubiera despertado de su última pesadilla, Gabriella Ángel se encontró de pronto en medio del caos de unas calles repletas de automóviles abandonados y de gente que, intentando esquivar los latigazos que descargaban las ondas explosivas de las bombas, corría de un lado a otro enloquecida.
Había pasado la noche conversando con Diana, su amiga del alma, quien no había logrado salir a tiempo para su casa y tuvo por eso que quedarse en el apartamento. A las seis de la mañana, cuando el padre de Diana pasó por ella, Gabriella pudo al fin pegar el ojo. Soñó casi de inmediato con Federico. Lo vio recostado sobre la banca de un parque, como si estuviera durmiendo, tapado con una gran manta que le cubría hasta el rostro, pero que le dejaba al descubierto los pies, calzados con unos zapatos viejos. Gabriella se acercó y le quitó la manta de encima y así descubrió su calavera, horrenda y sonriente. En un lapso no mayor a dos horas, Gabriella despertó varias veces y varias veces se durmió. Cada vez, el sueño se repitió idéntico, sólo que algunos detalles se fueron sumando, casi imperceptibles, a la escena inicial. En el último, pudo identificar el parque y las calles aledañas. Se trataba de la plaza de Lourdes, precisamente el lugar donde Diana había asegurado haberlo visto la última vez. No lo pensó más. Salió a la calle en su búsqueda.