Tal y como había sucedido desde hacía más de tres meses, el ataque fue imprevisible y corto, pero demoledor. En realidad no había manera de prepararse, pues los bombardeos podían afectar cualquier sector de la ciudad y no respetaban ningún horario. Tanta era la impotencia que había cundido ya el malsano deseo de que se extendieran de una vez por todas. Pero, al parecer, los agresores deseaban minar toda resistencia antes de intentar la aniquilación final.

Cuando pareció que el ataque había cesado, Gabriella decidió seguir su camino. Avanzó por la Avenida Central hacia el sur y luego dobló por la Calle Diecinueve hacia las montañas. El paisaje de una ciudad, ahora desolada, no podía ser más aterrador: contra el reloj de la avenida, un autobús ardía todavía, mientras algunos buitres intentaban violar sus ventanas en busca de carroña. Un viento mortecino levantaba papeles y basura en cortinas que obligaban a los transeúntes a doblar los brazos a la altura de sus cabezas para protegerse. Desde las ventanas altas de los edificios, descendía un hollín pegajoso que, poco a poco, cubría los árboles y las calles. Al fondo, el Cerro Tutelar lucía calvo y envejecido.

En el sitio donde solían tomar café capuchino con Federico —en ese lugar que siempre consideraron como un refugio que les permitía burlar las rutinas— sólo había ahora cemento regado, mesas dispersas y una  horrible oscuridad. La dulcería de arriba había sido completamente saqueada y del restaurante de la esquina, donde a veces habían cenado juntos, ya no quedaban en pie ni las puertas. Casi todas las casas del Barrio Viejo estaban destrozadas; ésa que alguna vez soñaron alquilar estaba convertida en un triste socavón y las tenduchas, donde se detenían en otros tiempos a charlar con los vecinos, habían sido clausuradas.


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