Aunque resultaba casi imposible caminar por las calles, ahora prácticamente desempedradas, Gabriella —más resignada que decidida— prosiguió su ascenso. Convencida de que había aún esperanzas de encontrar a Federico, se movía con una fuerza increíble.
En tiempos de paz, con ese abrigo raído, que apenas alcanzaba para cubrir a medias su vientre hinchado —y que el soplo de las montañas se empeñaba en abrirle, como queriendo burlarse de su gravidez—, con esa cara demacrada por las secuelas de la mala noche, con ese pelo enredado que evidenciaba la prisa con que había resuelto salir de su apartamento, con esa rodilla maltrecha, cualquiera la habría confundido con una de esas locas...
Arriba, en el puente —al tiempo que intentaba alejar de sí esos moscos diminutos que se empeñaban en seguirla— permaneció unos minutos contemplando las aguas negras que transportaban a cuestas la basura que bajaba de los cerros. Y por primera vez no sintió horror cuando descubrió que una rata mordisqueaba sus zapatos, sino una especie de solidaridad irracional que le sirvió para consolarse.
Cuando al fin arribó al hospedaje, Gabriella fue incapaz de entrar. Se quedó allí, plantada, debajo del arco que servía de paradero de autobuses, tratando de sacar de su rostro el agua que le escurría por las mejillas —acumulada por el efecto sumado del sudor del esfuerzo, de la llovizna que se había desgranado unos minutos antes y de las lágrimas que ya no pudo contener. Al rato, una pareja de gitanos salió del hospedaje. El chirrido que se produjo con el vaivén de la puerta —y que resonó para Gabriella como el llanto de un recién nacido— la indujo a entrar, estremecida por lo que, creyó, era un signo de la proximidad del parto.