Según lo indicaba el informador electrónico de la avenida, eran las 8:06 de la mañana, de una mañana más bien fría (aunque se diría que no tanto a juzgar por el dato de la pantalla: seis grados centígrados) y era hora y tiempo de hacerse al descuento del 15% que ofrecía la alcaldía por el pago oportuno del impuesto predial. Según lo indicaba el informador, Gabriella llevaba oficialmente seis minutos de espera con relación a la cita que habían acordado ella y Federico para visitar al Guerrero, ese extraño personaje del que se hablaba a todas horas desde hacía dos semanas. Había completado, pues, 19 minutos de espera, sólo que esos 13 minutos de adelanto no podía reprochárselos al profesorcito: quién le mandaba ser tan cumplida en un país donde el irrespeto por el tiempo de los demás es toda una idiosincrasia (aún en personas que se tildaban de intelectuales como él, pero que en la práctica seguían siendo como los demás).  Respeto, simple respeto, eso es todo lo que pedía Gabriella, simple respeto, o es que su tiempo no valía, es que el tiempo de un estudiante no merecía consideración.

Pero Gabriella no fue capaz de lanzar su discurso, pues Federico apareció a los 33 minutos de espera real, es decir a los 20 de espera oficial (según lo indicaba el informador electrónico de la avenida que ahora también sugería ahorrar agua y energía), con una sonrisa tan bella y unos ojos tan seductores que no pudo recibirlo más que con el mismo amor que ellos exigían.
Así que Gabriella simplemente lo miró con ternura y esperó el ademán de su rostro para darle un beso y ya no pensó más en la hora: en adelante —y mientras se mantuvo a su lado— ni siquiera percibió el paso del tiempo. ¿Qué otra cosa podía sucederle a una linda chica de veinte años que se había enamorado de su apuesto y joven profesor de arte?

Se dirigieron hacia el sur (por fortuna, los sábados el tráfico no era tan complicado y el bus que habían tomado estaba prácticamente vacío). Pasaron por lugares que Gabriella no conocía y aunque esto le hizo sentir un poco de temor, tampoco le importó. No llevaban sino un mes juntos y ella sentía ya plena confianza en Federico, como si tuvieran años y no días de haberse conocido.

Aunque el lugar a donde iban quedaba en las afueras de la ciudad, el viaje duró menos de una hora. Llegaron al paradero, un sitio casi desolado, al pie de los cerros que limitan la ciudad. En lo que a ella concernía, estaban en el campo y quizás podía por eso sentirse mucho más tranquila, mucho más natural. Federico se había colocado unas gafas para el sol y le lucían magníficas en su rostro magnífico. La tomó de la mano y se dispusieron a caminar.
«Ahora nos toca hacer un tramo a pie por la montaña», le advirtió; ella le hizo alguna broma, rieron y comenzaron a caminar.

Federico no le había dado más indicios y en realidad ella tampoco le había puesto mucha atención a su historia sobre el Guerrero, pero con todo este misterio se encontraba excitada. Avanzaban por un sendero que, poco a poco, iba dejando ver su destino: una casa grande, blanca, antigua, sobre la ladera, que siempre parecía mucho más cerca de lo que realmente estaba. Tuvieron que caminar casi media hora.
Para Gabriella era como un paseo, como una caminata, con ese sol, con ese olor a hierba fresca, con esa mañana ya tibia, con ese hombre guapo y amable que la conducía. Si no hubiera sido por la seriedad de Federico, ella incluso le habría propuesto parar un rato en el pequeño llano que acababan de pasar; para descansar, claro, para hablar, para mirarlo a los ojos y besarlo como había querido hacerlo siempre y no se había atrevido jamás: por iniciativa propia; pero él continuaba, sin pausa (aunque también, es cierto, sin prisa).

Eran casi las diez de la mañana, cuando, por fin llegaron frente a la casa. La primera sorpresa para Gabriella: ¡se trataba de un hospital psiquiátrico! Y aunque se desconcertó y sintió susto, no preguntó: intentó comprender, se puso a  la espera. Un hombre grueso, vestido de blanco, les abrió la puerta. Federico le dio un nombre y el enfermero los hizo seguir. Los condujo a una oficina. Gabriella observó el patio interior: limpio, brillante, hermoso. Algunas personas paseaban por los corredores que rodeaban el jardín, otras permanecían sentadas al lado de las fuentes. Se preguntó si serían internos, pero no logró responderse. Pudieran ser visitantes como ellos o empleados, quién sabe.

El hombre grueso de antes apareció por una puerta y les comunicó que otro enfermero, de nombre Pablo, los llevaría. «Tenemos que firmar una ficha de entrada, ¿no te molesta, verdad?», le preguntó Federico. Gabriella simplemente lo hizo.

Pablo resultó ser otro hombre vestido de blanco, serio y al parecer mudo. Llevaba un inmenso manojo de llaves y varios candados en su mano. Sin pronunciar palabra, los llevó por entre corredores y otros patios hasta el fondo, a un pequeño pabellón cerca a la salida, en la parte trasera de la vivienda. El pabellón parecía una casa en miniatura, hasta con su propio patio interior. Gabriella contó las puertas: ocho. Ocho habitaciones (ahora lo recordaba muy bien). Pablo abrió la número cinco y con un gesto recio los invitó a pasar; luego cerró la puerta. Gabriella, insegura, escuchó el clic del candado.

Al comienzo, Gabriella creyó que no había nadie. Alcanzó a pensar en una trampa o algo así. Se colgó del brazo de Federico y se dejó arrastrar unos pasos. Los dos se sentaron en una pequeña butaca. Sólo entonces, Gabriella descubrió la cama destendida y los otros objetos de la habitación, pero sobre todo se encontró con unos ojos azules que la miraban fijamente. Un anciano, mas bien pequeño y delgado, estaba sentado al borde de la cama, inmóvil, como mimetizado con el ambiente de quietud y de silencio que se vivía en el pabellón donde se encontraban. «Algunos locos son pacíficos», se dijo para tranquilizarse y se arrepintió en seguida del ademán de saludo que expresó a manera de defensa, y rogó que Federico no lo hubiese notado.

De pronto, el viejo se paró. Gabriella sufrió un sobresalto: sin llegar a ser descomunal, el anciano se veía mucho más grande de lo que podía mostrar su cuerpo ovillado sobre la cama. Sus ojos eran grises y no azules y unas extrañas manchas sobre sus mejillas le definían un aspecto sombrío. Se movía despacio, prendió el cigarrillo que había sacado del bolsillo de su bata y lo aspiró con la fuerza de una máquina. Luego arrastró sus pantuflas hasta la ventana y se quedó allí, mirando hacia afuera, hacia el patio interior del pabellón.

Sentados en la débil butaca que apenas los soportaba (y que había estado varias veces a punto de desmoronarse), Federico y Gabriella lo siguieron observando, callados, tensos, durante casi media hora. Sin embargo, el viejo nunca volvió su rostro hacia ellos, los ignoró por completo y esta actitud le permitió adueñarse de la situación. A veces jugaba con el pie desnudo sobre el piso o prendía algún fósforo que luego guardaba, ya quemado, en el bolsillo de su bata. Al final, vencidos, Federico y Gabriella resolvieron abandonar la habitación. Casi con desespero llamaron al enfermero. Al salir, con la impresión de que un baño de lava había caído de pronto sobre sus cuerpos, escucharon la voz del Guerrero  a sus espaldas:

—Son ustedes unos niños.

Ya ni siquiera tuvieron valor para mirarlo de nuevo. Simplemente hicieron el camino de vuelta, en silencio, impresionados, tocados por la experiencia que acababan de tener.

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