En el cuarto de Federico todo era caos: apenas podía distinguirse una cama angosta, sin tender, y un anaquel destartalado y casi vacío, en medio del mar de cachivaches revueltos que inundaba el piso de la habitación. Como si el morador hubiera tenido demasiada prisa por salir, los utensilios del baño —apenas preparados, pero aún sin uso— lucían allí abandonados a su deterioro; incluso goteaba todavía la llave mal cerrada de la ducha.

En el comedor, algunas tajadas de pan duro y varias tazas sucias, todas manchadas por un chocolate remoto, indicaban cierta displicencia. En la sala de al lado, un viejo computador, cubierto con tiras de papel —que seguramente, tras el abandono, habían terminado por enredarse en la impresora—, parpadeaba como un ojo enfermo. En el piso, un cúmulo de objetos regados: periódicos, ropa sucia, zapatos viejos, maletas y, sobre el velador, una postal raída que Gabriella reconoció en seguida.

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