Era una de esas fotos que —en sus paseos de cada domingo— les había tomado Don Manuel, el legendario fotógrafo del Parque Nacional, con su antigua cámara de manga. Todo un ritual que había nacido pese a la resistencia casi infantil que Federico opuso la primera vez y que llegó a convertirse en algo así como el registro de su relación. Fotografías que Federico fue archivando en estricto orden cronológico, con su fecha grabada en el envés y algún comentario que expresaba lo esencial del día: “Tarde de sol y sonrisas”, “Mucho frío, pero también mucho amor”, “Hoy nació Ícaro”. Un culto que Gabriella supo siempre renovar con esa gracia suya de niña ingenua y feliz.
A veces ensayaban gestos estrambóticos ante el foco o se demoraban acomodando la pose y aunque al principio la seriedad provinciana del fotógrafo fue un obstáculo para la espontaneidad de sus bromas, el viejo Manuel terminó integrándose al juego. Claro que ésta debía ser una de las últimas fotografías; alguna de ésas que se tomaron ya sin muchas ganas, más bien hartos del juego, tal vez durante la época en que ellos habían pasado a ser los solemnes y la gentileza de Don Manuel les resultaba demasiado cándida y hasta molesta, porque los ataba aún más a la obligación. Estaban sentados sobre una banca del parque y al fondo se alcanzaban a observar árboles frondosos y más atrás un edificio. Gabriella, tocada con un gorrito de lana y envuelta en una gran bufanda, lucía muy sonriente; pero, en cambio, en el rostro de Federico había cierto distraimiento inefable.