De pronto, una leve explosión conmovió los cristales de la pieza. Gabriella dejó la fotografía sobre la cama y avanzó hacia el fondo de la habitación, donde un estrecho ventanal, impregnado por gotitas de lluvia, dejaba pasar la luz apenas temblorosa de la tarde. Un poco por curiosidad, un poco por aliviar la pesadez del interior, lo abrió de par en par. Se asomó y desde allí observó un pequeño callejón y, al final, una fogata, alrededor de la cual se había reunido un grupo de indigentes para mitigar el frío. Con rabia, Gabriella cerró la ventana, volvió al centro de la habitación, se sacó el abrigo y se sentó sobre el piso.

Apoyó su cabeza en las manos y comenzó a llorar. La lluvia, afuera, arreciaba, y el verso del poeta, adentro, repicaba en su cabeza: «mientras en la calle llueve / mi corazón aquí llora».


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