Si algo de la relación con Federico había mortificado siempre a Gabriella, fue precisamente el desconocimiento casi absoluto de su pasado. El se empeñaba en evadir las preguntas, en restar valor a esa información que ella creía necesaria. En cambio, Federico insistía en la necesidad de recomenzar, de cortar lazos, de estar dispuesto siempre a iniciar una nueva vida. A veces, sin embargo, algunas cosas del pasado de Federico se atravesaban en el camino; en forma de saludo inesperado en la calle o de distracción inexplicable, en la atención a llamadas telefónicas misteriosas o en la entrevista con personas desconocidas que Gabriella no tenía derecho a tratar.
En ocasiones, ese pasado incierto se materializaba en las discusiones, en los conflictos, en esos diálogos absurdos en los que lo dicho no conducía a nada, diálogos vacíos que llegaban a enredarlos hasta el desespero. Quizás algunas cosas llegaban con claridad: esa visión de mundo, esa manera de actuar y de decidir, incluso esa manera de amar que sólo podían ser resultado del pasado que Federico negaba. También algunos gustos, el terrible desarraigo que le impedía vivir tranquilo; cosas que Gabriella podía comprender e incluso explicar sin necesidad de recurrir al interrogatorio.