Ni esas viejas fotografías que ahora reposaban sobre la cama, ni el recuerdo de sus gestos o de sus ideas, parecían ahora suficientes para armar la imagen que Gabriella necesitaba para comprender lo que había sucedido en estos últimos meses. Sólo contaba —como siempre— con fragmentos, destellos, espasmos que se resistían a una estructura, que no dejaban traslucir la verdad; una verdad que, de alguna forma (así lo presentía), estaba escondida detrás de ese aparente caos que Federico había dejado tras su desaparición.

Gabriella se levantó de la cama donde un momento antes había encontrado la gabardina y se dirigió al baño. Entonces descubrió una mujer deforme reflejada en la luna del espejo y sintió horror: ¿cómo explicar que esa mujer había sido la misma muchacha virginal que unos meses antes se había enamorado locamente de su profesor? ¿Qué hacer con la molesta sensación de haber cambiado de piel como las serpientes? ¿Cómo entender que esta piel hinchada y tensa marcada por estrías que revelaban el esfuerzo para retener al ser que ahora la habitaba silencioso— había sido la misma que Federico horadó con tanto amor aquella remota noche de la cena?

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