La maldita firmeza de sus sentimientos se había ido a la basura, definitivamente. Pero ahora, Gabriella tenía la necesidad de saber algo más, de comprender el motivo de los movimientos de Federico en estos últimos seis meses; y ahí estaban sus cosas, invitándola a construir la historia, la verdadera historia. Quizás bastara con dejarse llevar por el instinto.
Tal vez, después de todo, la ausencia de Federico y la presencia incierta de su hijo tuviesen algún sentido. A lo mejor, la vieja gabardina no estaba allí porque Federico olvidó llevársela o por que no tuvo tiempo ni lugar para tanta cosa, quizás estaba allí para indicarle algo; algo que podría llegar desde el recuerdo de los primeros días, de los días lluviosos, los días buenos, los de la pasión, los días en que se quisieron totalmente, aquéllos en que todo era piel entre ellos.
Cómo olvidarlos: desde el cruce de sus primeras miradas, cuando él llegaba, apuesto y joven profesor, a dictar su cátedra, Gabriella se estremecía y ya no podía tranquilizar sus manos, y sus labios cometían torpezas que delataban lo que para todos era evidente: que estaba loca por el maestro.