Si, claro que Gabriella lo recordaba: para la noche de la concepción, habían decorado la mesa con vino y flores, se habían esmerado en la preparación de la cena, habían comprado un mantel nuevo, todo porque la ocasión lo merecía. Desde temprano, había sonado en la casa el crescendo maravilloso del Bolero de Ravel. Sí, claro: era sábado, lo que garantizaba un amanecer tranquilo. La decisión de tener un hijo había llegado de pronto, sin la prisa que Gabriella se guardó siempre de expresar, pero también sin el miedo que Federico llevaba adentro como un estigma.
No ocurrió ninguna Epifanía, no hubo necesidad de ningún plan riguroso, simplemente empezaron a jugar con la idea, dejaron que las razones en pro o en contra pasaran a un segundo plano y que las presiones familiares perdieran el peso que siempre habían contenido, para permitir que la idea, que la imagen, que el deseo, comenzaran a tener su propia y justa influencia. Hasta que una noche de fin de año, tras una mirada de complicidad, lo supieron: no pasaría más tiempo. Sólo entonces hablaron abiertamente, lo decidieron. Sólo entonces, surgió un plan, visitaron juntos al médico, programaron una fecha tentativa, hablaron de la cena especial, del mes sagrado de abstinencia, de ese momento. En esa noche extraordinaria, Federico había llorado y a Gabriella se le había puesto la piel arrozuda. ¿Por qué, entonces, la noticia que ella, un mes después, le había comunicado —radiante y feliz— había tenido esa recepción tan fría?