En realidad, de esa firmeza de sentimientos, de esa personalidad enérgica que siempre la había distinguido ante los demás, no quedaba ya nada. Estaba completamente confundida. Y no era para menos: Gabriella había completado seis meses de una espera interminable, llena de angustias y mentiras. Una espera que había terminado por disipar toda ilusión. De un lado estaba la intermitencia evasiva de los contactos con Federico, sus disculpas y sus mudanzas impredecibles, la exasperante prolongación de su ausencia. De otro, el increíble vínculo con su hijo: ese sueño que tanto la atormentaba, ese mar de preguntas que había ido tejiendo su propia realidad a punta de pura incertidumbre, esa presencia invisible pero real, tan real que ya casi no la dejaba mover, tan real que a veces le hablaba sin palabras y sin rostro desde su habitación de sangre. Había estado expuesta, pues, a la presencia de la ausencia, algo que nunca antes había experimentado, algo que, si bien le había permitido el contacto con las fuerzas del misterio y del espíritu, también la sumergía en medio de la plétora.
El sentimiento de irrealidad se le había colado de igual modo a través de la extraña relación que mantenía con los demás. A los amigos había que sostenerles una farsa, una historia que exigía cierta solidez narrativa, cierta consistencia al menos verbal, ese rigor desesperante de la verosimilitud, que ya no se sentía capaz de prolongar. A cada pregunta, una falsa respuesta que a su vez generaba una nueva pregunta... ¿Cómo explicar la ausencia de Federico si ella misma no tenía claridad, si no podía construir una razón que pudiera ser expuesta en público, en ese mundo exterior que exigía motivos concretos, como la separación o el abandono? ¿Quién podría comprender razonablemente que Federico se hubiese alejado apenas unos días después de haberse confirmado lo de su embarazo, si ella misma había tenido tantas dudas, si ella misma le había reprochado en su momento la frialdad con que había recibido la noticia?