Lo sabía. No fue difícil anticiparlo, quizás porque también ella lo deseaba. Desde el momento mismo en que Federico la llamó por teléfono, ella lo supo. Y tal vez por eso podía jugar ahora a su antojo. La invitación al cine, la comida, la taberna, todo eso tenía un final previsible, aunque no estuviera explícito en las peticiones de Federico. Ese conocimiento del final le permitía a Gabriella incluso la manipulación:
—¿Sabes qué es lo que más deseo hoy, Gabriella?
—No. No lo sé.
—Estar contigo.
—Pero, si estás conmigo.
—Sí, pero quiero decir contigo íntimamente.
—Todos los sitios en que hemos estado hoy nos han facilitado la intimidad ¿o no Federico?

Al cabo de unas horas, Gabriella había destruido completamente el arsenal —más bien flojo— de fórmulas indirectas que Federico ni siquiera había tenido el tino de preparar de antemano, convencido, a lo mejor, de que persuadirla no debía ser difícil. Lo fue cercando hacia la petición directa, hacia esas cinco palabras que por fin pronunciaría con vergüenza, pero también con desespero y ya sin ninguna certeza: «Mejor dicho Gabriella: quiero hacer el amor contigo y punto.»

De ahí en adelante, hubo algo que Gabriella nunca pudo precisar. Cierta incomunicación, cierto temor, cierta desconfianza que terminó congelando sus cuerpos. Salieron de la taberna y Federico tuvo que asumir ahora el papel de guía, ante la desconcertante negativa de Gabriella de tomar alguna iniciativa.

Obviamente, la selección de la taberna había tenido su segunda intención, así que caminaron apenas unas cuantas cuadras, abrazados, tratando de protegerse; pero en sus  palabras y en sus  corazones algo se había colado que no dejaba fluir las cosas con la naturaleza del comienzo.

Entraron al motel agarrados de la mano. Cierto que Federico era mayor, más experimentado, más maduro, más dueño de sí, pero se le veía tan confundido como un adolescente. El portero les abrió  y les entregó una ficha que indicaba el número de la alcoba.
Atolondrados, subieron los tres pisos. La habitación estaba amoblada como todas las alcobas de motel: una cama doble, una mesita de noche que también servía para soportar una vieja radio, un cesto, unas cortinas oscuras y gruesas y al frente un gran espejo, testigo de quién sabe cuántas noches repetidas.

Se sentaron sobre la cama, charlaron un rato y en sus palabras volvió a internarse lo insignificante, lo dado. Gabriella entró al baño, espió su rostro y su cuerpo en el espejo y orinó con miedo. Se quedó un rato más adentro, pensando en lo que haría, ahora que Federico preparaba todo. Alcanzó a escuchar la solicitud de cervezas, cigarrillos y preservativos. Como siempre, estaba dispuesta a seguir lo que sólo podía entrever con cierta confusión. Algo le decía en su interior, sin embargo, que esta vez sería distinto. No se trataba de leer un libro porque Federico lo había comentado con entusiasmo o de ver una película que Federico quería estudiar de nuevo o de discutir algo que ya tenía la visión suya de antemano o de hacer las cosas que seguramente a él le habría gustado que ella hiciese. Algo le decía que, por primera vez, podía ser ella quien manejase los hilos.

Así que salió del baño resuelta a no dejar que esta primera incursión se convirtiera en un fiasco. La habitación estaba a oscuras. Federico, de espaldas, encendía la lámpara de la mesa. Al volverse, él se encontró con su sonrisa; una sonrisa —inmensa, fuerte, radiante— que indicaba quién controlaría la escena. Se recostaron sobre la cama y sin mediar ninguna formalidad empezaron a acariciarse con violencia, intentando romper el miedo que había enfriado sus cuerpos unos minutos antes. Mientras se desvestían, Gabriella empujó su lengua en los hoyuelos de los oídos de Federico y luego avanzó por la cara; se detuvo un rato en la garganta, sintiendo la aspereza de la barba y luego bajó por el pecho hasta el ombligo. Él prefirió excitarla con las  manos; sus dedos tomaron la delantera y pronto los sintió revolviéndose por su vagina y por su ano, sin que pudiera evitar las deliciosas convulsiones que involuntariamente le producían sus sabios movimientos. El cruce salvaje de sus cuerpos fue tan desaforado como sincero y los dos cumplieron así, en la erizada cumbre del instante, la cita con el placer que tanto habían aplazado. Tras un breve silencio —que como un agujero negro se instaló en la habitación—, vinieron de nuevo las miradas y los besos tiernos y unas palabras nunca dichas antes. Pronto retomaron el ritmo de la pasión que los condujo a un segundo encuentro, este más moroso y tranquilo, lleno de matices que ambos alternaban dispuestos a entregar su cuerpo para el exclusivo placer del otro. En seguida, ella alivió a Federico con una sapiente y maravillosa sesión de lingüis que lo hizo estremecer hasta el éxtasis, mientras él, con los dedos de su pie, penetraba victorioso por sus hendiduras agradecidas.


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