Por lo que Gabriella pudo comprobar en su corto recorrido por el hospedaje, no había ya nadie. Al parecer todos habían huido. Una morbosa sensación de derrota se apoderó de su ánimo, como si al resignarse a la aniquilación estuviera dando un paso más hacia la resolución del enigma. Antes de entrar en la habitación, Gabriella se quedó observando desde la puerta el interior del cuarto. Recordó entonces la fascinante explicación de Federico acerca de la función de la sombra que aparece en el último plano del cuadro “Las Meninas” que Picasso adaptó del original de Velázquez.

Según él, Picasso aprovechó el juego, engañoso y complejo, de las escenas del taller del pintor, para realizar a su vez su propio modelo de auto-reflexión pictórica, pues había reunido —ahora irónicamente, gracias a su propia ubicación en primer plano— objeto (el modelo reflejado en el espejo de la pared del fondo, ¿lo ves? allí, eso que parece un cuadro es en realidad su reflejo), sujeto (el pintor que se aparta un momento y simultáneamente observa la escena desde la puerta del fondo) y público (las damas de honor que observan cómo se pinta el cuadro). Quizás, pensó Gabriella antes de entrar, esta presencia suya en el cuarto, todo su loco deambular por las calles de la ciudad, la mudanza que no acababa de completar y la morosidad que se había apoderado de su alma no eran más que los elementos de una escena en la complicada fábula de Federico; tal vez, ella estaba ahora-aquí sólo para cumplir la función de la sombra de Picasso: el reconocimiento del “montaje” que el autor había preparado de antemano. ¿Acaso, durante su relación con Federico, ella había tenido alguna vez el control de las “escenas”

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