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UNA
UTOPÍA LLAMADA LUISA
1.
Cómo olvidarlo. Semana
santa del 70: viernes soleado, diez de la mañana. Luisa había salido a
esperarme a la plazoleta del pueblo, según lo convenido, mientras yo viajaba
en bus -ya con retraso- desde la ciudad hacia el lugar de la cita, después
de haberme peleado con todo el mundo en casa; armado apenas con un morral
de milico que había conseguido en el mercado de los hippies, vestido con
un blue jean desteñido y estrecho, una camiseta china muy delgada, sandalias
suela-de-llanta, sin medias (claro) y luciendo un cabello libre y suelto
que -por fin aquel día- había franqueado la terrible barrera que le imponían
mis orejas-de-dumbo; y envuelto por la misma aura vital que dos horas
antes, al momento de comunicar a la familia, reunida en pleno, la tremenda
decisión de abandonar la casa, se había apoderado de mi cuerpo en forma
irremediable.
No cabía de la dicha
en el bus-destino-usme: los ojos que me miraban (o extrañados o rabiosos
o asustados o cómplices) alimentaban mi confianza. Para mi suerte, la
música que difundía la radio a esa hora no podía ser más apropiada: el
rocanrol sabrosito que me transportaba tan fácilmente al paraíso, a esa
especie de edén entrevisto en las películas de Elvis o de James Dean donde
sólo hay muchachitas monas, flacas y medio putonas encargadas de la dicha
eterna.
Así habría de ser mi
vida de ahora en adelante, así debía ser. Lo único que me preocupaba era
de qué manera habría de integrarme a la banda si no tenía ni la más remota
idea de hacer música. Claro que para bailarla y gozarla no había quien
me ganara, pero hacerla era otra cosa. En todo caso, me habría sentido
más tranquilo si, según lo convenido, Luisa hubiera hablado ya con Lucas
sobre mi posibilidad de colaborar en la composición de las letras, quizás
con algún poema mío de esos tan bonitos, tan románticos…
Ahora: no es que Luisa
me haya plantado, según se supo después, sino que se cansó de esperarme
y se volvió para la casa, justo unos minutos antes de que el bus destino-usme
llegara a su destino. De cualquier manera, no pasó mucho tiempo antes
de que me entrara el culillo y entonces ya no supe si quedarme allí (Like
a fool on the hill) esperando a alguien que tal vez ya no vendría, o regresar
(Lucy vuelve a casa), pedir perdón y asunto concluido. Lerdo como estaba,
tardé bastante en tomar alguna decisión y, como en toda historia de amor,
cuando Luisa volvió al lugar de la cita ya no me encontró, aunque no porque
me hubiera devuelto o no hubiera llegado, como pensó ella decepcionada
al comienzo, sino porque a esa hora estaba en la Alcaldía explicándole
a un par de policías corrompidos mi extraña presencia en la plazoleta.
Bueno, el asunto es
que por fin nos reunimos en la noche, allá mismo en el caserón de Usme,
donde Lucas, Gustavo, Blanca, Clara y Leo y una muchachita de pelo largo,
liso y negro, de rostro divino -y cuyo nombre sólo conocería después-
esperaban impacientes el hervor de la aguapanela que habría de librarlos
del frío glacial que había invadido el lugar. Mientras tanto, bebieron
ron y gozaron con mis estornudos de primíparo: unos alaridos terribles
que lanzaba cada vez que intentaba tomarme un trago de ron con esa naturalidad
con la que los otros parecían hacerlo.
2.
Llegó un momento, entre
la media noche de aquel viernes y el amanecer del sábado, en que me quedé
inexplicablemente sólo y comencé a errar por la casa como un zombi. Aunque
no era mi primera visita, sentí de pronto la necesidad de reconocer el
lugar; al fin y al cabo ése habría de ser mi habitat de ahí en adelante.
Quería encontrarme con Leo o con Lucas, ahora que me sentía tan bien,
para conversar de música. Porque a mí, que quede claro, no me gustaban
esas baladitas de Enrique Guzmán o César Costa y detestaba la sensiblería
lloricona de Ádamo. Yo, que quede claro, en cuestión de música, lo que
amaba de veras era el rock duro, el de Sargent Peper o el de los Rolling,
el rock duro, el que ellos, la banda de Lucas, se atrevían a tocar. Hasta
conocía varias canciones bien berracas, ya se sabe, letra fuerte y ritmo
violento. Incluso había pasado el último fin de semana traduciendo las
letras de Woodstock: Jimy Hendrix, Santana, Cream, Trafik y, por supuesto,
los rocanroleros de siempre: el viejoelvis, Chuck Berry, Bill Halley,
música de verdad. Nada de Rafael o del club del clan, nada de eso.
Pero al parecer no había
nadie. Arriba encontré los cuartos vacíos. Siempre me habían llamado la
atención esas habitaciones desordenadas, llenas de cachivaches y artesanías,
colchón en el piso en lugar de cama, móviles figuras pendiendo del techo,
cobijas regadas. Nada que ver con el cuartito ordenado que todas las mañanas
me arreglaba mamá. Pero lo que me fascinaba realmente eran los afiches.
Era como si los personajes que re-presentaban estuvieran allí de verdad:
el Che, Mao, Marilyn, Nicol, Cristo, Lumumba; como si en serio estuviese
allí toda esa gente chévere.
Bajé las escaleras y
salí al patio. De nuevo me entró el culillo. ¿En realidad no había nadie?
¿Estarían metiendo droga dura? ¿Sería mejor, abandonar todo esto? No.
Estaba decidido: cualquier cosa que ahora hiciese tenía que incluir a
Luisa. No. Fin de las dudas. Y un par de manos se posó sobre mis ojos
y sin saber cómo ingresé de nuevo a la casa llevado esta vez por ese ángel
de pelo negro que ahora ya tenía nombre: se llamaba Inés. Sobre las baldosas
heladas del garaje, al lado de Luisa y de Blanca, sentí que un chorro
de lava perforaba mi garganta: acababa de tragarme un vaso de ron de un
solo sorbo pensando que era aguapanela. Pero bien, todo estaba bien, sobre
todo esa "escalera al cielo" que Lucas había tocado en su guitarra acústica
y ese "stream", anuncio de rumba, que se había fajado Gustavo en la batería.
Todo estaba bien: las otras canciones que ya empezaban a sonar, la voz
de Clara y hasta el triángulo inaudible que tañía Inés con inocencia suma.
Todo estaba Bien. Blanca, Luisa y yo, con las palmas, colaborábamos en
la percusión.
3.
Ese sábado, tras la
rumba, todavía confundido, presencié un amanecer saturado por la luz ondulante
y tibia de mi propia desazón; y (mientras retornaba el rito diabólico
de los pocillos de ron que podían estar llenos de aguapanela o al contrario,
y la pared tapizada de afiches -que la noche anterior pareció cobrar vida
en medio del convite- volvía a lucir inmóvil, fantasmagórica) sentí que
la música suicida de Jim Morrison se deslizaba desde la grabadora hasta
mi cerebro con el ritmo de la desolación.
Al medio día, una lluvia
fina comenzó a manchar de gris todas las ventanas y el sueño se apoderó
de la casa. Después de una siesta más bien corta, desperté de pronto en
mitad de una escena dantesca: me rodeaban numerosos cuerpos regados sobre
la fría baldosa del garaje que soltaban espasmos como de agonía; una pierna,
cuyo origen nunca pude precisar, me impedía moverme y el grito que quise
expulsar, y que se me quedó atrapado entre el pecho y la garganta, fue
emitido por alguno de esos cadáveres con la resonancia del terror. Pero
todo estaba bien.
Todo había estado muy
bien. Mis fibras se habían conmovido sinceramente con ese chorro de música
que había saltado desde las guitarras: Jimi Hendrix, Janis, the Rolling,
la Banda... Todo bien. Había sentido la música por primera vez, incluso
con dolor. Había entendido que música es también golpe o color que rasguña
la piel; había comprendido el sentido cósmico de la voz de Jagger.
4.
La plaza de los vientos
está situada en el cruce de las tres calles principales del suburbio,
cerca de la Alcaldía menor y frente a la iglesia. A las diez de la mañana
del domingo, podía sentirse ya con toda su fuerza la razón del sobrenombre.
A esa hora, cada puesto de venta se encontraba firmemente enclavado, no
sólo en la glorieta, que era el sitio de más congestión, sino también
en la boca de las tres calles que llegaban hasta la plaza. Se iniciaba,
así, la actividad dominical en Usme; una mezcla de fiesta popular y venta
de baratillo. Tal vez las cosas ahora sean distintas, pero entonces, la
plaza de los vientos era una especie de ágora donde tenía lugar toda clase
de manifestaciones populares. Allí era dónde la banda de Lucas hacía sus
presentaciones de rock.
Una de las cosas que
más me desconcertó, durante aquellos días en el caserón, fue la manera
como el comportamiento del grupo variaba sin seguir ningún modelo. Por
eso, tras aquella primera noche medio loca del viernes y la pasividad
casi total del día siguiente, en la que nadie salió a la calle -ni siquiera
para reponer el ron que tanta falta hizo para curar el helaje de la segunda
noche, violentamente fría- me sorprendí tanto con la inusitada actividad
del grupo. Muy temprano, Inés se levantó, preparó la aguapanela, despertó
a los demás como una madre bondadosa despierta a sus chiquillos. Luego,
con Clara, se dedicó a limpiar y afinar los instrumentos, mientras los
otros se vestían y ensayaban coros o hacían bromas muy animados.
A media mañana, por
fin apareció Luisa en compañía de Blanca y me explicó que el grupo daría
un concierto en la plaza de los vientos en la tarde. Para fortuna de todos,
el Alcalde menor había sido compañero de estudios de Lucas y por eso había
accedido con gusto a contratar el grupo para una presentación semanal
en la plaza a manera de recreación. Por fortuna, no sólo tenían muy buena
acogida, sino que incluso actuaban en las fiestas particulares de la gente
del pueblo que así se había acostumbrado a ellos. Era su manera de sobrevivir.
Aquel primer domingo,
mientras escuchaba el nights in white satin con que se abrió el concierto,
mientras observaba a los muchachos del pueblo, emocionados y felices,
mientras las manos de Luisa aprisionaban mi pecho con ternura y mantenían
el ritmo de mi corazón dichosamente acorralado, mientras la música comenzaba
a fundirse con el viento y con el sol, yo no podía pensar en otra cosa
sino en la suerte de ser partícipe de la maravilla. Estaba allí, integrado
a un grupo de aprendices del rock, en un suburbio perdido, intentando
vivir de una manera distinta, sin preguntarme mucho por qué lo hacía,
sin cuestionamientos ni temores, sencillamente feliz.
5.
Cómo olvidarlo, si ya
me estaba acostumbrando al toquecito diario, místico, pendejo, a esquivar
el amor baboso de Gustavo, a soportar los berrinches de Dieguito (el misterioso
hijo de Inés). Pero llegó la catástrofe: fui esposado, pateado y encarcelado,
tras la trifulca con la que culminó el concierto del domingo siguiente.
Todo acabó a la media noche de ese día. ¡Qué desengaño! Para entonces,
ya había agarrado el ritmo del grupo, ya mis crisis estaban superadas.
Incluso, a esa altura me había resignado a compartir con Blanca su amor
por Luisa (que entre ellas no sólo era ese amor entre primas, tan natural,
sino un amor más atrevido, más, por decirlo así, carnal) y, aunque algunas
cosas todavía me incomodaban, había logrado amoldar mi espíritu a esa
manera libre de amar que el grupo practicaba.
Toda esa experiencia
lanzada al carajo, toda la filosofía de la paz y el amor, toda esa posibilidad
de vivir diferente, el gran horizonte de la libertad sin límites, la tranquilidad
interior del hippie que ya estaba adquiriendo, la serenidad del yogui,
la beatitud del budista que estaba alcanzando, todo para la mierda: la
música rock, el bajo eléctrico -que ya empezaba a sonar tan bien bajo
el influjo de mis dedos-, mis composiciones y mis poemas para la mierda.
Es cierto: bastaron
esos diez días para ganarme la fama de drogadicto, autista y esquizofrénico,
y si no es por mamá, me llevan directo a un nosocomio, a curarme de la
locura. Para evitarlo, tuve que inscribirme en la Universidad y pedir
perdón ante la familia, reunida en pleno, que al final respiró tranquila
porque su hijo pródigo había vuelto a casa, pero, sobre todo, porque habían
logrado desterrar a ese demonio que se hacía llamar Luisa y que por poco
arrastra a Federico a los infiernos.
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