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LUCERO
INALCANZABLE
No
podría describir ahora su rostro ni mucho menos su cuerpo, porque
hoy la sigo recordando como la chica que se le pasaba allá en la
ventana del segundo piso de la casa de enfrente. Además, con el
tiempo, la distancia real que separaba mi vista de su imagen se ha hecho
enorme, de modo que ni siquiera puedo recordar si era rubia o morena.
Sólo me ha quedado esa vaga sensación de que siempre estuvo
allí, quizás porque esa es la única impresión
que aun pervive en la estrecha parcela que mi memoria ha dispuesto para
los recuerdos, cada vez más borrosos, de esa época en que
por última vez fui feliz e inocente.
Sabía
su nombre, porque entonces mamá lo repetía con frecuencia,
casi con desesperación. Por mucho tiempo, su tragedia fue el tema
de plática de las señoras que la visitaban. Nunca comprendí
muy bien su historia. Sólo recuerdo que mamá me decía
que había muerto, que había fallecido (una palabra que me
sonaba misteriosa y compleja), que se había ido para el cielo y
todas esas cosas que se dicen a un niño de seis años para
no afectar su sensibilidad. Pero yo seguía viendo allí,
en la ventana del segundo piso de la casa de enfrente, ese rostro bello
y esas dos prominencias de su pecho que para mí, niño que
no conocía el pecado, constituían el secreto. Seguía
viéndola incluso muchos meses después de que no se habló
más de ella en la casa; mucho después de su entierro, de
las misas conmemorativas, mucho después del último recuerdo
que circuló en el barrio.
Lo extraño
es que fue precisamente después de su desaparición que ella
se fijó en mí: me hacía señas, me llamaba
con sus dedos blancos, me lanzaba besos con sus manos, me invitaba a su
compañía. Mi madre estuvo a punto de hacerle caso a una
vecina suya en la idea de visitar un especialista (así llamaban
al loquero), para que me observara, porque todos estaban convencidos de
que por alguna diabólica razón la muerte de Lucerito me
había trastornado. Pero era verdad, ella seguía en la ventana;
claro que ya mucho más tranquila que en los días en que
todo había sido comadreo y chisme en el barrio por lo de su boda
con el viejo del supermercado; por entonces yo la notaba muy angustiada:
se recostaba contra el vidrio y se ponía muy fea, con esa nariz
como de marrano que se le deformaba cuando pegaba demasiado su cara y
la boca llena de babas y las mejillas mojadas por sus lágrimas
y esas manos crispadas que no parecían suyas, manos de loca, blancas,
demasiado blancas, como vacías de sangre. Gritaba con un alarido
mudo que me asustaba y torcía la boca como un demonio de esos que
entonces aparecían en las revistas de superhéroes.
Fueron
varios días así.Después no volvió a salir
por un tiempo, hasta una mañana en que —ya sin esperarla— volví
a verla en la ventana. Entonces no me quedó duda de que todo había
sido puro cuento, una mentira que habían inventado en la casa,
en la cuadra, en el barrio, quién sabe por qué razón.
Apenas alcé la persiana la vi, como si ella hubiera estado esperando
ese momento: empezó a moverse graciosamente para llamar mi atención,
girando sus brazos, sonriendo y gesticulando algo que yo entendí
como su mensaje de supervivencia, y sentí un estremecimiento en
el pecho y en las manos. No me asusté, recuerdo que no me asusté;
ni siquiera me sorprendí, simplemente le seguí el juego
y más tarde le relaté a mamá el prodigio, pero fue
cuando ella me explicó eso de fallecer (que no era padecer ni humedecer,
sino fallecer). Al principio no supe qué pensar. Recuerdo que le
conté a mi hermano Ricardo que ella se asomaba todavía en
la ventana y él me contestó algo que me gustó mucho:
«debe ser que la pobre se quedó atrapada en el cristal».
Pero, en realidad tampoco me creyó; lo dijo como para salir del
paso ante mí insistencia y ya no volvió a hacerme caso.
Tiempo
después, ella fue desapareciendo también para mí.
Sin embargo, a veces, cuando estoy angustiado y triste, vuelvo hasta la
vieja casa, miro la ventana del segundo piso de enfrente y aunque —por
supuesto— ya no logro verla, su simple recuerdo me sosiega. Si me preguntaran
por qué dejé de verla, no sabría qué contestar.
De lo único que estoy seguro es que su ausencia definitiva en mi
vida tiene algo que ver con el gran abatimiento que sentí
cuando por primera vez le pegué a un perro manso, en alguna de
mis aventuras infantiles.
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