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MATILDE
ARREPENTIDA
Ciertos actos de nuestra
vida suelen encarnar sólo en lo imprevisible, en lo inesperado.
Muchas veces nos preparamos para afrontar sus consecuencias, pero éstas
no acaecen o simplemente dejamos de percibirlas y seguimos esperando que
ocurran, hasta que ya no hay nada que podamos hacer para evitarlas o para
atenuar su avance; a veces, incluso, es posible que jamás sepamos
que ya se han incorporado al flujo de nuestra vida. Esto lo intuí
una tarde en que mamá contó una historia que jamás
le había escuchado. Por su tono —confidencial— y por la manera
—incontenible— como fluyó de su alma, comprendí que, después
de mucho, se liberaba de una carga terrible. En realidad sentí
compasión por ella: cuánto tiempo soportó esa culpa
sin saber que ya, con su propio fracaso (y con el estigma que dejó
sobre nosotros) había pagado con creces la deuda.
***
Elvira conoció
a Matilde en la iglesia de su pueblo, en una de las misas de seis de la
mañana, a las que acostumbraba a ir todos los días. Le llamó
la atención aquel rostro que nunca había visto, tan blanco
y terso que parecía angelical. La vio arrodillada frente al altar,
rezando muy concentrada, pero no la encontró en la fila de la comunión.
Varias veces la volvió
a ver aquel día: en la fuente, en las tiendas, en el mercado; y,
cada vez que la encontraba, Elvira sentía que todo adquiría
un nuevo color, una nueva energía. Supo entonces que era de la
capital. Cuando la vio en el río, con su ropa alegre, riendo a
carcajadas, exhibiendo su cuerpo perfecto, sintió una descarga
que le erizó la piel.
En la noche —lo supo—
la cantina se incendió de lujuria con la presencia de Matilde:
fue el escándalo y Elvira, como todas las mujeres del pueblo, sintió
vergüenza de haberse sentido atraída; pero, en secreto, esa
noche soñó ser Matilde. Fingió pudor a su marido,
olvidó el alimento para su pequeño hijo y anduvo todo el
otro día caminando como entre brumas.
Elvira se enteró
de que Matilde sólo iba a estar tres días. La otra muchacha
que había visto con ella y el conductor de la camioneta que las
acompañaba hacían parte del equipo de ventas de alguna compañía
que, de gira, había parado en el lugar, como si algún designio
rencoroso los hubiese traído hasta allí.
La tarde sólo
le alcanzó a Elvira para imaginar la estrategia del encuentro.
El sueño, que la noche anterior no la dejó dormir, ahora
le cortaba el sosiego. Estaba segura de una cosa: quería ser como
Matilde, o mejor aún: ser Matilde.
En la noche, el esposo
se quejó de nuevo de su desamor. Y es que Elvira había perdido
el ritmo de sus cosas, estaba como obnubilada, sin poder prestar atención.
Al otro día,
temprano, Elvira se acercó a Matilde y rezó junto a ella:
—Me llamo Elvira y
te he visto en la fuente, luego en el río, también en la
cantina, sé que vienes de la capital y que mañana partirás
a otro lugar. He soñado que sería como tú y desde
entonces ya no puedo vivir. Quiero que me lleves. Puedo dejar hijo y marido,
deseo ser como tú: ir a la ciudad.
—Elvira, estás loca, mujer. Cómo vas a dejar a tu familia.
Estás loca. No soy tan libre como tú quieres creer; pero
si tu decisión es firme, madruga mañana: te espero a las
cuatro en la plaza, puntual.
La tercera noche, Elvira
amó a su marido con furor. Esta vez él protestó por
su ímpetu vulgar y la golpeó. Ella amenazó con irse.
Sentía en su interior que estaba haciendo lo correcto y con ese
ánimo partió en la camioneta rumbo a lo que imaginó
sería su libertad.
Durante días
recorrieron caminos, visitaron pueblos, conocieron gente, se dedicaron
a vivir. Justo al mes, una fuerza misteriosa, una irrupción
desconocida, atacó su ser. Llegó contundente, imprevisto,
sin alternativa, ese poder. Matilde la vio llorar. Una semana completa
luchó Elvira contra aquel enigma que al fin la derrotó.
—Debo volver, Matilde.
No aguanto más. Siento que debo estar al lado de mi hijo y de mi
marido, no sé explicarme este dolor.
—Ese es el precio, Elvira, un precio que no todos pueden pagar. Lo vi
en tus ojos el día que me hablaste en el sagrario, pero también
supe que nada podía hacer. Has sido fuerte, mujer, lo has sido,
pero ha llegado el momento de la paz.
—Si Matilde, tienes razón, soy una cobarde, sé lo que me
quieres decir, ésa es la verdad. Pero ahora cada día que
pasa me duele y ansío con toda mi alma volver. No hallo el momento
de amar de nuevo a mi marido, de alimentar a mi hijo otra vez, de volver
a ser como era antes de conocerte.
—No te reprocho nada, Elvira. Ese es tu deber. Ve a ellos, ésa
es tu libertad.
***
No había
rastro de hombres jóvenes. Elvira entró a un pueblo, su
pueblo, convertido en ruinas. Algún ataque del ejercito o de
la chusma, quien sabe, había arrasado el lugar. La casa estaba
destruida, el hijo y el marido moraban ahora en el cementerio. Sobre
su cabeza, una llovizna de escupitajos le recordó su error. Lloró
en la noche más allá de toda razón. Ambuló
durante el día más allá de todo límite.
En el camino a la capital,
el hombre de un camión se detuvo y ofreció llevarla. Elvira
ni siquiera se resistió cuando el camionero la forzó como
pago a su favor: no tenía nada ya por qué luchar. Tampoco
reaccionó cuando, en la ciudad, después de dos días
de errancia, la ficharon y luego la encerraron en la comisaría.
Cuando Matilde, una
semana después, pasó por Elvira, supo lo que había
ocurrido y comprendió que la muchacha lo había perdido todo,
incluso la razón...
Poco días después,
Elvira murió en casa de Matilde y ella juró guardarse esta
experiencia, sin saber que la amargura con que vivió por esa culpa
secreta se filiaría genéticamente hasta marcar muchos de
los comportamientos en nosotros, sus hijos; hijos también de la
violencia.
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