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La
mujer es la madre de la fantasía —ha recordado en algún
lugar Carlos Fuentes, citando a Jules Michelet—: posee la segunda visión,
las alas que le permiten volar al infinito del deseo. Mientras el hombre
lucha y caza, la mujer intriga y sueña. ¿Será por
eso que me resulta tan difícil comprender una mujer? En todo caso
he aprendido que siempre es mejor estar alerta ante sus reacciones imprevisibles,
ante la errancia de sus trayectos: si ayer te declaró el amor más
devoto, hoy puede que ya no esté tan segura. Muy posiblemente,
entre un momento y otro, ha ocurrido algo que la ha obligado a incluir
un nuevo dato en su caprichoso esquema de pensamiento (algún detalle
frívolo, ahora mejor sopesado, como un gesto sospechoso en nuestra
sonrisa o la última palabra que, aunque dicha con la más
tierna inocencia, a lo mejor sonó para ella con cierto tono); de
modo que ya su opinión no puede ser la misma.
Pero
claro: si lo que quiere es obtener alguna prebenda, entonces saca a flote
toda su maquinaria seductora, que puede abarcar desde el simple coqueteo
hasta la más terrible confabulación, pasando por estrategias
menos contundentes, como la niñería o la docilidad servil.
Su pensar-vivir es mucho más práctico de lo que parece,
sobre todo porque siempre está atenta a los pormenores. En ella
no es posible que algo se pase por alto (como sí nos sucede a los
hombres, más preocupados por mecanizar actos y abstraer operaciones
y conceptos que por observar lo cotidiano y concreto).
Pero
cuánta falta nos hace su presencia, su visión, su sensibilidad;
sin ellas no podríamos vivir, seríamos seres reducidos,
recortados y fríos, quizás porque nosotros mismos hemos
acrecentado esa necesidad. Existen muchas explicaciones para comprender
esa extraña dependencia que nos hace tan frágiles ante la
presencia de lo femenino, pero la que siempre me ha fascinado es la que
propone Freud.
Según
el viejo Freud, la tradicional alineación, según la cual
lo racional, serio y reflexivo corresponde a la naturaleza masculina,
mientras lo emotivo, frívolo y espontáneo más a la
femenina, es consecuencia de una particular dinámica de esa gran
operación cultural que habría de conducir al modo de pensar-vivir
de la modernidad, con su exagerada valoración de la razón,
en detrimento de la sensibilidad.
Freud
relaciona tres de estos procesos culturales con el resultado mencionado:
la prohibición de Moisés de hacer imágenes perceptibles
de Dios (o sea la obligación de adorar un Dios no visible), el
desarrollo del discurso (que necesita del apoyo de operaciones “intelectuales”
como la conceptualización, la memoria y las inferencias, frente
a la desconfianza por un conocimiento a través de lo sensorial)
y, finalmente, el cambio de un orden social matriarcal por uno patriarcal,
es decir, la imposición de la paternidad como un valor más
importante que la maternidad, en la medida en que ésta queda probada
por la “simple” evidencia de los sentidos, mientras que aquélla
necesita de una inferencia y una premisa. Los tres procesos estarían
confirmando la promoción de lo inteligible sobre lo sensible, del
significado sobre la forma, de lo invisible sobre lo visible, de lo abstracto
sobre lo concreto.
Es desde
ahí, desde esa elevación del principio de paternidad, desde
donde podemos comprender numerosas consecuencias sobre lo cotidiano: la
angustiosa urgencia de los padres, por ejemplo, de asentar la relación
con sus hijos, de controlar la vida sexual de sus mujeres. Pero más
complejas aún son las consecuencias a otros niveles: el poderoso
impulso de los hombres de afirmar y asegurar mediante invenciones culturales
(el nombre, la herencia, etc.) su pérdida insatisfactoria del contacto
mamario con los niños, les habría llevado, en general, a
dar un alto valor a las invenciones culturales de naturaleza simbólica.
Puede incluso inferirse una inclinación a valorar lo que generalmente
se llaman las relaciones metafóricas (semejanzas entre ítems,
abstracciones, ideas), más allá de las relaciones metonímicas
maternales, basadas en la contigüidad. Y esa exageración nos
habría escindido y —de alguna manera, en lo cotidiano— nos habría
reducido, generando un nuevo tipo de yugo, una singular dependencia de
lo femenino. Así que este proceso de desnaturalización no
es gratuito: ¡y a qué costo lo pagamos los hombres!
Por
eso he decidido escribir mi historia personal desde la perspectiva de
una presencia de las mujeres en mi vida: Matilde, Lucero, Angelita,
Luisa, Alcira, Claudia y Gabriella; porque necesito restablecer el contacto,
especialmente con aquellas que más han influido en eso que podría
llamar mi educación sentimental... Al fin y al cabo, los hombres,
como los Dioses, nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...
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