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CLAUDIA
TRAICIONERA
A pesar de los vaticinios
de lluvia, decidimos ir al concierto. Creo que ambos estábamos
de acuerdo: era preferible salir y asumir las siempre terribles secuelas
del invierno a tener que soportar la inamovilidad del encierro y el tedio
de mirar ese cielo-raso carcomido, a punto de desplomarse. Claudia y yo
lo sabíamos sin decirnos nada; el apartamento se había infestado
con el olor de nuestros rencores y se había hecho ya inhabitable.
Seguíamos unidos por una extraña comunión de acuerdos
tácitos, aunque éstos ya no tuvieran el encanto de los primeros,
los del amor adolescente; aquel lenguaje que rechazaba las palabras por
innecesarias y que nos permitía el goce de reír por trivialidades,
inventar locuras y soñar un mundo prohibido, atravesando los caminos
del silencio, como única condición. Entonces, la carencia
de palabras era un juego que nos obligaba a dar más de nuestro
propio cuerpo. Ahora tampoco hablábamos, pero el juego se había
convertido en pesadilla; nuestra vida discurría por el canal del
único sobreentendido posible: fracaso absoluto de la relación,
amor-que-perdió-todas-sus-salidas. Unos minutos antes, Alberto,
el único ser en el mundo que aún creía en la posible
redención de nuestro amor, había llamado para invitarnos
al concierto de la filarmónica.
Conocíamos el
programa de antemano y, aunque deseábamos ir, ninguno se había
atrevido a partir sin el otro, enredados, como estábamos, en la
maraña de la inercia. Después de la llamada resolvimos abandonar
las horas aburridas del cuarto y salimos, dejando abiertas las ventanas,
con la ilusión de que el viento desalojara, mientras tanto, las
dolencias de su interior. Ella, a pesar de mi enfado, se vistió
con el saco ecuatoriano, último fetiche de su irreparable libertad;
yo colmé mis bolsillos con dientes de ajo sólo para acosarla.
Recuerdo que en la calle, por un instante, creí reconocer la ingenuidad
de los primeros días: Claudia caminaba adelante, con pasos cortos
y rápidos, casi a saltitos, como una niña, y de vez en cuando
desviaba su mirada hacia atrás para vigilarme. La dejé tomar
distancia para evocar el olor de sus axilas y, con él, fluyó
también la sensación del sudor que escurría por su
cintura cada vez que hacíamos el amor en su alcoba, bajo el acecho
de la madre obsesiva. Y el recuerdo de Ícaro, el azulejo que compramos
en el mercado de las pulgas para que fuera testigo de nuestro amor, también
aleteó en mis venas. Así, redimida por el gris metálico
de la tarde lluviosa, me pareció, de pronto, ver a Claudia como
era antes, y en algún túnel interior tembló esa parte
de mí que tanto amó su cuerpo y sus palabras. Al llegar
al paradero, mi sonrisa atropelló su rostro desprevenido. Ella
respondió con un gesto sorprendentemente cargado de ternura; un
gesto que borró casi al instante, avergonzada, seguro, por el desliz
de su corazón.
Durante el intermedio,
tuve ocasión de charlar con varios colegas que habían asistido
al concierto. Alberto se mostró inquieto por mi prolongada ausencia
a clases; luego me describió la grave situación y la tensa
atmósfera vivida en la universidad por esos días. Creo que
me habló de terrorismo, intervención militar y augurios
de cierre, pero mi atención no se concentraba ya en sus palabras;
se dirigía hacía la extraña trasparencia del vidrio
exterior al edificio de conciertos.
La lluvia había
formado un velo de gotitas sobre el cristal y, a través de él,
pude ver una Claudia distinta, hermosa, infinitamente más joven
y lejana. El verde de sus ojos cortaba la bruma de la tarde. Quizás
a su lado alguien hacía bromas, porque la vi reír sin agobio,
y los "genial, genial" con que celebraba los aciertos de su acompañante,
desmoronaban la ventana. Empecé a sentirme mal. Acepté el
café que me ofrecieron en la barra de la dulcería con la
esperanza de mitigar así el frío y la angustia que anquilosaban
mis manos. Recuerdo que me asaltó intempestivamente una convulsión
involuntaria en mis labios (el tic de mis primeras adolescencias).
Abatido, tuve que separarme
del grupo. Al retornar al auditorio, creí desfallecer; una grieta
se abrió, como si el tablado hubiera cedido ante mis pisadas. No
obstante, logré llegar hasta mi puesto y el tercer aviso me devolvió
la calma: Claudia se acomodó en el mismo asiento, a mi lado, fin
de los temores. Volví a concentrarme en la interpretación
de La Inconclusa. Apenas el oboe inauguró el tema, tuve la impresión
de hacerme liviano; una extraña sensación que me permitía
contemplar la escena desde la bóveda de la sala sin moverme del
asiento. Un estado indescriptible gracias al cual puede ver cuando Claudia
despegó de su silla y cabalgó sobre la ola de un acorde,
como en un columpio, contrariando la gravidez de su materia: una alucinación
causada quizá por la terrible premonición de su ausencia.
Al evocar aquella tarde,
me invade un infinito temor. Los intentos por determinar el momento exacto
o la precisa dimensión de esa experiencia se hunden en la incertidumbre.
Fue como si, por un segundo, lo hubiese olvidado todo: mi origen, mi nombre,
mis problemas. Como si el sonido de los violoncelos hubiera atrapado mi
mente confundida (sí, recuerdo que fijé la atención
en la fila de los instrumentos de cuerda y sentí por primera vez
el sueño). Me acuerdo perfectamente que, poco antes, miré
a Claudia y la sorprendí dormida.
Tuve que ahogar el comentario
que deseaba hacerle. Quizá entonces, cuando apoyé de nuevo
mi cuerpo sobre el espaldar del sillón, sentí el placer
(o el deseo, cómo saberlo) de no estar allí. Pero tal vez
fue después, cuando me acomodé bruscamente, aprovechando
el final del movimiento, cuando dejé de pensar en los anteojos
de Franz Schubert, decidido a provocar la atención de Claudia;
un poco por vergüenza, pero también tentado a fastidiarla.
Tal vez en ese momento, porque ella se movió pesada y me miró
con rencor y entonces le escupí una sonrisa hipócrita que
ella rechazó. O más tarde, en aquel instante en que las
cuerdas del Adagio volvieron a ganar mi atención y pude congregarme
de nuevo en el dramático diálogo de los instrumentos, que
expresaba —con una correspondencia aterradora— lo que bullía en
mi interior.
Sí, fue entonces:
me acorraló la confusión y sentí cómo la campana
del auditorio se derrumbó de pronto sobre mi cabeza y me encasilló
en el asiento. Percibí un crujir en mis mandíbulas y tuve
la impresión de saltar; un minuto, apenas, de maravillosa placidez,
que atribuí al cansancio acumulado en la semana.
Aquella jornada culminó
con el rompimiento definitivo de nuestra relación. Claudia no regresó
jamás. Me dejó su ropa y hasta sus libros; la fotografía
de Ícaro posado sobre su hombro, y el olor amargo de su recuerdo
adherido a la pintura desecha por la humedad de ese cuarto inverosímil.
De nuevo, sobraron las
palabras: al volver del baño, la busqué entre la multitud
aglomerada a la salida de la sala de conciertos. La divisé por
fin del brazo de su amigo. Intenté llegar a ella, pero fui incapaz
de alcanzarla; llevaba en mi pecho la insoportable carga del horror: poco
antes del final de la sinfonía, había bajado para ganar
tiempo en el baño de hombres. Durante el descenso, tuve la impresión
de estar viviendo un momento pasado y, al entrar al baño, vi un
hombre que corrió al interior del orinal. No presté atención:
traía demasiado apremio en mi cabeza. Al volver al tocador para
lavar mis manos, vi de nuevo al hombre al otro lado del cristal y reconocí
en la fascinación de sus ojos la indudable semejanza de su rostro.
Creo que ambos huimos
del lugar hacia salidas diferentes, completamente horrorizados. Afuera,
cuando quise correr o gritar, una insólita pasividad se adueñó
de mi ánimo y me conformé con observar a Claudia, seguro
ya de mi perdición: su espalda oscilante y su cuerpo cada vez más
dócil al lado de la sombra de aquel misterioso estudiante, cuyo
nombre nunca pude conocer, me enfrentaban a esa brutal certeza.
Desde entonces ya no
pude ser el mismo. Abandoné por un tiempo mis cátedras y
sólo regresé a la universidad para asistir a los conciertos,
con la vana esperanza de encontrar allí una salida a mis angustias.
¿Cuántas veces he vuelto los sábados, intentando
invocar, con la repetición, una fórmula mágica que
me devuelva los instantes no vividos, los momentos anónimos que
no quise asumir? ¿Cuántas veces he bajado al baño
de hombres y he mirado el espejo del tocador, esperando que el gran viento
vuelva a soplar ante mi rostro y me revele sus secretos? Pero nada sucede.
Como si la marcha de mi destino se hubiera detenido desde aquella tarde
y me tuviera vedado el ingreso a los misterios de mi alma, a esa caverna
desconocida de mi ser que —¡cobarde!— rehusé explorar.
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