Protegido por la decisión de huir del país —decisión que, tras los recientes acontecimientos, habíamos tomado al fin como alternativa desesperada a una cada vez menos soportable situación de acoso—, el curso de la vida parecía tan inmune a los tropiezos que, en todo caso, aquél día, habría sido inútil cualquier prevención frente a lo extraordinario.

Nada más natural por ejemplo, que ceder a la tentación de entrar a una biblioteca, sobre todo con la perspectiva irresistible que ofrecía ésa de curiosear entre los estantes, tomar los libros y acariciarlos y luego sí sentarse en alguna mesa desocupada del rincón a matar el tiempo y leer en paz.

Claro que, acostumbrado a la penosa diligencia de otras —donde te requisan a la entrada y a la salida, donde tienes que llenar papeletas y entregar fichas y quizá soportar el malgenio de los funcionarios, donde el contacto con los anaqueles está vedado, donde finalmente te hacen sentir miserable— mi permanencia en La Nueva Alejandría resultó extrañamente conveniente para quemar esa hora que todavía sobraba antes de la cita  que había acordado con Gabriella para ultimar los detalles del exilio.

Pero tampoco ese encuentro fortuito podía calificarse de excepcional. Cierta ironía había en el hecho de que un lugar como ése, ideal para un investigador de las ciencias sociales, hubiese aparecido justo el día en que habíamos decidido abandonarlo todo. Quizás —ahora que lo pienso— también pudo influir en mi ánimo esa agitación interna que la determinación del grupo había provocado desde la noche anterior; o la nostalgia de siempre, sí, qué carajo, a lo mejor fue esa tristeza, inoportuna y odiosa, ese reptil que habita en mi estómago como una maldición, lo que destrozó finalmente la armonía del principio.

Tal vez hubo un poco de todo eso. Pero aun así, ni siquiera aquella improbable conjunción de sentimientos habría tenido el poder suficiente para provocar ese desconcierto que de golpe se apoderó de mi alma, cuando comencé a leer el poema de Jerry Rubin que encontré en el libro que había tomado, sin ninguna precaución, del escaparate destinado a las referencias: un temblor incontrolable, un pánico repentino empezó a recorrer mi cuerpo apenas repasé la primera estrofa... Y es que, de pronto, se abrió paso en mi mente la imagen que descubría la esencia exacta de mi destino: el karma maldito de mi existencia.

 

abrir revelaciones- cerrar