Ahora lo recuerdo perfectamente: ése poema lo cantábamos en la comuna de Lucas —la experiencia hippie que tantas veces he prometido escribir—, pero entonces no tenía idea de que se trataba de una composición de Rubin; a lo mejor —todo era posible en aquella época de locos— el viejo Lucas lo había traducido. A decir verdad, sin embargo, no convocaba entonces en mí la necesidad de acción que ahora me reclamaba. Era como una de esas canciones que se entonaban a manera de himno, pero sin la trascendencia que habría podido tener, simplemente una canción que nos unía un poco más en la palabra. Allí en la biblioteca, en cambio, logró despertar unas fibras dormidas que me hicieron estremecer.

 

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