Y fue como si la conciencia de mi fracaso hubiera tomado cuerpo, como si hubiese caído sobre mi cabeza con todo su peso hasta obunibilarme. Allí estaba ese do it que me recordaba cuán cobarde había sido hasta ahora. Cómo no reconocer que nunca había sido capaz de forjar la oportunidad de llegar a tiempo a algo importante. Cómo no admitir, por ejemplo, que mi coqueteo con el "poder estudiantil" en la universidad no había sido más que una caricatura grotesca o que mi espíritu pusilánime pesó más que mi sensibilidad social en el momento en que tuve la única oportunidad de permanecer en la guerrilla; en fin, cómo no confesar que mi vida, a los treinta años de edad, era una completa mierda.

Si, es cierto: ahora era todo un catedrático respetable, con un buena carga de artículos encima y un par de libros; con una experiencia quizás envidiable, no sólo por mi formación en la universidad, sino por mi capacidad de liderazgo que finalmente había generado cierta reputación de hombre progresista. Si, todo eso era cierto. Pero en un país que deja morir a su gente de abandono en las calles, en un país que quiere embarcarse en una guerra absurda, eso no era suficiente. Había que hacer algo distinto. Sobre todo distinto a huir, porque huir era tan sólo una justificación de nuestra cobardía. «Huir para volver», eso habíamos dicho, eso afirmaban Ana y Ernesto y Jairo y hasta Gonzalo, quien  al comienzo se había resistido al proyecto del exilio con tanta vehemencia; pero era seguro que no lo haríamos o, en todo caso, no para lo que habíamos prometido.

 

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