Algo empezó a molestarme: como que todo se quedaba enredado en la nostalgia, en el ardor de la palabra, en datos inútiles, y el proyecto se negaba a converger; cierta sensación de impotencia, de circularidad absurda, un sentimiento de estar arando en el desierto, me ganaba poco a poco.

Pese al éxito inicial, la posibilidad de conformar un grupo de resistencia política, capaz de poner las cartas sobre la mesa, se derrumbaba. Mientras no descubría esa dimensión política del proyecto, las cosas funcionaban bien, tanto mejor si era desde el papel. Por eso, quizás lo más decepcionante de todo resultó ser, precisamente, el contacto directo con la gente: con el poeta Jota que ya no es poeta, sino publicista, con el loco Manuel que ya no es loco, sino industrial, con Marcelo que ya no es el líder universitario que conocí, sino un politiquero más, con Alejandro que ahora es mamerto y no el guerrillero osado que alguna vez me invitó a participar en el sueño, con Libia que ya no es hippie, sino profesora, con mis compañeros de colegio que ya no son contestatarios, sino una sarta de vendidos.

La colección de pedazos de la dispersada década de los sesenta me iba dejando un sabor más bien amargo. Saber que Morón y Arenas habían sido asesinados por su misma gente  o que Antón se había convertido en un gordo fofo y malhumorado que no quiere saber nada de sus locuras juveniles, que Rudi Dutsche murió absurdamente como le sucedió a Jim Morrison, que el mundo había perdido la fe en la utopía (los Kogi maldicen a quien muere joven. Es que morir joven, matar la juventud que debe haber siempre en nosotros, es matar al hombre y su proyecto, es truncar sus posibilidades más audaces)...
Pero lo más grave era que, pese a casos como el de Fernando Guarín, la sensación de derrota, de sin sentido, se iba apoderando de mí.

 

abrir revelaciones - cerrar