Tal vez por eso estuve a punto de abandonar la búsqueda. Recuerdo que lo último que hice voluntariamente en esta fase de aproximaciones fue contactar a mis viejos conocidos de la comuna. Después de muchos intentos, logré entrevistarme con tres de ellos: Leonardo, Guillermo y Lucas. Las conversaciones con Guillermo y Lucas han quedado registradas en las casetes y fueron posibles gracias a los datos que me suministró Leonardo:

Guiado por el recuerdo de mi única experiencia hippie cercana, decidí indagar en U, el pequeño pueblo. Pero nadie recordaba nada. A las viejitas que viven ahora en el caserón donde habitó la legendaria comuna de Lucas, por ejemplo, sólo les interesaba que alguien pudiera interceder por ellas para que no les aumentaran el costo del arriendo. De modo que no pude obtener ninguna información valiosa de la entrevista con los vecinos y decidí ir directamente a la Alcaldía.
En la alcaldía estaban las fichas de todos los del grupo, incluso la mía (¡todo un delincuente! Qué sensación tan distinta tuve al ver esa foto amarillenta, qué sensación tan distinta comparada con ésa de libertad y orgullo que me acompañó cuando ocurrió el arresto. Definitivamente sólo existe un tiempo para el heroísmo). También obtuve la dirección del Alcalde de entonces, un tal Honorato Díaz. En la casa de Honorato vivía una anciana, tía suya, que me dio su número telefónico. Lo llamé, pero el hombre no sabía nada de Lucas, sólo que había visto un vídeo suyo en la T.V. donde aparece muy viejo, como un Mustaki criollo, nada; por lo demás, no quiso hablar, no quiso recordar, ocupado como está en cumplir su tiempo de pensión.

Así que se me ocurrió contactar a Leonardo y para ello utilicé la más vulgar de las estrategias: buscar en el directorio telefónico. Después de llamar en forma sucesiva a cinco de los ocho Leonardo Gómez que aparecen en la lista, por fin me contestó el que necesitaba
Me entrevisté con él. Quién sabe, hasta empleado público debe ser ahora, con hijos y todo, a lo mejor curado de la droga —como me ha dicho—, pero hundido en el alcohol, eso se le nota.

Podría pasar por brasileño o quizás por árabe: no sólo por esos ojos grandes, negros, agudos y ese bigote espeso a lo Nietzche o a lo Pancho Villa que cubría a medias el rostro huesudo y remoto de un Leonardo transformado por completo, sino sobre todo por su acento: un acento inaudito, de alguien que aprende apenas el idioma. Como era de esperarse, no me recordaba y tal vez por eso admitió el embuste del reportaje. El rock no ha muerto, afirmaba, por más salsa, regae, trova o merengue, el rock no ha muerto, como tampoco el hippie, así lo hayan enterrado en el 67 los locos de San Francisco. Lo que pasa es que vive en la clandestinidad, a la espera de Acuario.

Mientras saboreaba con gusto la cerveza, veía cómo la espuma se quedaba enredada en sus bigotes y rodaba por la maraña, rendida; veía su esfuerzo al hablarme, no sólo para hacerse escuchar, sino para hacerse entender; su conversación se hacía por ratos desquiciada y corría loca por los más recónditos pasillos de su memoria febril. Mencionaba nombres, lugares, títulos de canciones y películas, cantantes, personas que podían certificar su experiencia («existencia», dijo, pero sé que quiso decir experiencia). Sudaba y se estremecía, mientras su lengua, como una pequeña y tímida lucecita, se asomaba constantemente para lanzarme saliva. Por fin terminó; pidió otra cerveza y, como asaltado por alguna duda repentina, me advirtió: «¿Revivir la banda de Lucas? Usted está loco, el viejo Lucas se mariquió, ¿no lo ha visto cantando en la televisión? Baladitas, puras pendejadas. Todo se acabó, quedamos nosotros, sí, pero sin la conexión que nos hacía grandes. Gustavo se nos fue en una sobredosis y las muchachas se putearon. Creo que a una la mató un carro o algo así. Tiempos sin vernos. Yo ando tranquilo y debo darme por bien servido después del crack que casi me manda al otro lado y que me dejó así, medio trabado, como me oye. Nada de droga, no volví a meter, ¿me entiende?»

Cuando le pregunté acerca del poema de Rubin me dijo que no recordaba. Todas las canciones las llevaba Lucas, él no era compositor. Una vez un muchacho vivió con ellos, unos días, unos meses, es cierto, ya no recordaba bien, y llevó algunas letras. Era la época en que el grupo iba para arriba, pero él no musicalizaba y menos del tal Rubin; no, no se acordaba...  Bebió su última cerveza en silencio... No tuve ánimo de seguirlo después que se paró de la barra y se dirigió a la salida, sin despedirse. Simplemente, pensé en Gabriella y en lo absurdo que estaba resultando todo esto.

 

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