El otro encuentro ocurrió
casi por casualidad: un colega me invitó a la casa de Juan M, un
viejo conocido, para celebrar el premio otorgado a su novela (estamos
jodidos ¡ahora los sociólogos escriben novelas!). Allí
estaban reunidos algunos de quienes habían conformado una de las
primeras promociones de Sociología: Pedro y su mujer, Rubén,
Margarita y Germán. Pronto, las palabras fueron
enfilándose hacia la añoranza. A la media noche ya no se
hablaba más que de lo que no pudo ser.El
círculo se tornó de pronto hermético para mí,
así que me dediqué a observar los movimientos y a sopesar
las palabras... Rubén, a mi lado, tras
una larga aspirada a su cigarrillo americano, intentó de nuevo
una voluta de doble anillo que esta vez le salió perfecta. La sala
estaba ya viciada por los calores del alcohol y aunque el ambiente seguía
manteniendo ese tono oscilante que se batía entre la broma y la
reflexión seria, la nostalgia se había apoderado definitivamente
del ánimo. Quizás por eso, Pedro a la vez reía (y nos hacia reír) contando las locuras de Jorge, el compañero que se había hecho famoso con su conjunto de música indoamericana, y a la vez nos tranquilizaba (y se tranquilizaba), asegurando que el "loquito" ya se había estabilizado, que ahora trabajaba en una emisora. Quizás por eso, el
recuento del origen del movimiento indígena como fuerza política
me sonaba misterioso y terrible en boca de Germán, casi inverosímil;
quizás por eso, me empecé a sentir como un invitado de piedra,
en medio de aquella barahúnda de acontecimientos que, por lejanos,
me parecían imposibles. Imposible parecía ahora
también, en boca de Rubén, la figura fantasmal de Bateman,
el guerrillero loco que se atrevió a desafiar la dura jerarquía
de la ortodoxia y armó su propia guerrilla y hasta soñó
con ser presidente, hasta que murió —quién sabe cómo
realmente— en la selva del Darién y se sumó así a
la larga lista de líderes y salvadores que habían caído
antes, (¿Que sería de este país sin sus fantasmas?).
Poco antes del amanecer, uno a uno, como avergonzados ya por la nostalgia y por el excesivo entusiasmo que habían declarado por ese Bateman, más fantasmagórico que real, cada uno de estos hombres y mujeres de los sesenta —que ahora respiran y viven la posmodernidad sin mucho ánimo, mas bien con resignación— fueron saliendo del apartamento de Juan M, quien a pesar de ser el congratulado, no pronunció palabra en toda la noche: permaneció anclado, al pie de la ventana como el shamán encargado de convocar los recuerdos, sus sueños frustrados... |