Algo de ese mismo sabor de derrota que Juan M había congregado en su fiesta, lo encontré también, poco después, en otro testigo de excepción: Arturo Alape. Sólo que el testimonio de Arturo tenía un carácter aún más extraordinario, pues además de haber sido protagonista activo del "sueño" de la revolución, como los otros, éste había presenciado también el comienzo de su fin (¿cómo entender de otra forma su insistente llamado a las posibilidades de renovación del "sueño", sino como el primer escalón hacia su propio desencanto?)

Forzado por la guerra, Arturo había salido del país a finales de 1987 hacia la Habana, plenamente convencido aún de las posibilidades de una revolución, y había regresado en 1990 con más de una decepción en su alma; pero, a la vez, con una gran enseñanza (enseñanza que él mismo, en realidad no sabe bien cómo expresar).

Ese viaje (que, por su continua narración, por su reelaboración posterior, fue adquiriendo, poco a poco, un carácter simbólico, una importancia que estaba más allá, en su propia interioridad) le había dado la oportunidad de presenciar muy de cerca hechos tan definitivos como el derrumbe del muro de Berlín, el entierro de la "Pasionaria" en Madrid, la caída del estado soviético, el comienzo de la crisis cubana, la entrega del poder en Nicaragua o la invasión a Panamá. Pero más que esa vivencia, estaba el reconocimiento íntimo de algo así como el fin de la utopía. Había en Arturo esa misma decepción que yo estaba comenzando a padecer, esa conciencia de que algo había cambiado definitivamente. Y ese discernimiento en alguien como Arturo —un hombre tan cercano a la guerrilla, a su proyecto histórico, tan activo, tan convencido de sus posibilidades— resultaba a la vez deprimente y esperanzador. No sé cómo expresarlo. Su conversación era tan dramática, tan firmes sus intentos por mostrarse, no como un desertor, sino como una especie de "visionario", que terminé completamente ofuscado. También en él, como en  Eduardo, como en Alfredo, lo importante ya no era el sueño o el mito, sino la capacidad de soñar, una capacidad que, para Arturo, encontraba dos espacios (que, a la larga eran uno sólo): la amistad, la verdadera, la que está más allá de la simple lealtad política, y el arte; dos espacios en donde la condición es la misma: aprender a escuchar al otro... Esa, quizás, fue la enseñanza que trajo Arturo de su viaje.

Ahora estaba seguro: el encuentro era posible, aunque no en la forma en que lo había planeado.

 

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