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CURIOSO,
sólo cuando el hombre de la bata hizo sonar las llaves pude recobrar
algo del contacto con ese sector del mundo que se había refundido
en mi memoria. Antes de eso, nada: un ir y venir atolondrado, la extraña
sensación de haber arribado desde un pasado ajeno, el horror de
la pesadilla. Tal vez ha sido el frío del metal —cómo saberlo—
o esa imagen distorsionada de un paisaje exterior, refractada por el enmallado
de la puerta falsa, lo que produjo en mi ánimo el efecto de una
familiaridad por fin recuperada. Curioso, porque resultaba tan insignificante
esa luz en medio de la inmensa plétora que me rodeaba; curioso
también porque entonces comprendí que, en mi mente, facultades
como la relación o el habla o el pensamiento se mantenían
intactas, incluso la memoria en su estructura fundamental y en el ejercicio
de ciertos detalles continuaba funcionando con eficiencia. En realidad
sólo mis lazos con esos aspectos del mundo cercano como la familia
o el trabajo permanecían completamente sepultados.
A medida que se alejaba
el hombre de la bata —mientras su figura se hacía pequeña
y frágil a través del enmallado de la puerta falsa—, el
peso, el sentido del peso, ganó por fin terreno en mi conciencia.
Tuve que soltar la maleta, avanzar unos pasos y abrir la habitación
marcada con el número cinco que me había sido asignada,
como si la energía de una esperanza me hubiese impulsado a hacerlo.
Ya en la cama, sentado,
el invisible vapor de los radiadores logró calentar mi cuerpo.
Me recosté un rato y coloqué la almohada tras la nuca para
amortiguar así un poco las colisiones del espanto.
Unos minutos después
tuve por fin ánimo para inspeccionar el pabellón de la sede
en la que me habían instalado; ocho habitaciones repartidas en
dos secciones, separadas por un espacio social común: cocina, baños,
sala y comedor. Al final del pasillo de la segunda sección, un
sistema de doble puerta, idéntico al de la primera, simetría
insoportable. Desde allí la visión de un paseo de sauces,
afuera, que aún hoy me sobrecoge.
A pesar del frío,
salí a recorrerlo, seguro de estar cometiendo una infracción
en ese orden incomprensible que me sobrepasaba. Lo que recuerdo de la
caminata es confuso y poco fiable para este informe: el panorama de un
gran edificio al final del paseo; luces, quizá voces, sombras en
el interior, personas trabajando, no sé. La bajísima temperatura
del ambiente, provocó, tal vez, la distorsión de mis percepciones.
De pronto, sin mediar nada más, me encontraba de nuevo recostado
en la cama con la almohada bajo la nuca, como si jamás hubiese
abandonado la habitación; pero, con la seguridad de encontrarme
aquí por alguna razón que incluso mi voluntad deseaba comprender.
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