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Pasaron
algunos días. Me familiaricé con el lugar. Podía
salir a los alrededores del pabellón con sólo pedirle al
hombre de la bata que me lo permitiera. El gran edificio al frente estaba
definitivamente poblado, pero era imposible llegar hasta él: un
enmallado demasiado difícil de transgredir lo separaba de este
lado. Aunque el hombre de la bata no podía darme razón de
mi estancia, poco a poco se fue convirtiendo en mi aliado. Era él
quien me suministraba los alimentos; era él quien traía
la ropa limpia y los periódicos. Incluso los libros, que solicitaba
en la listita que todos los días a las ocho de la mañana
le entregaba, llegaban puntuales al medio día. Por un buen tiempo
fue mi único compañero, el que traía las noticias,
el hombre del que dependía casi en absoluto.
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