La llegada de los demás ocurrió unas semanas más tarde, durante una de las visitas de los dos muchachos (para entonces ya sabía sus nombres: Aníbal y Angelita). Eran dos mujeres y cinco hombres más, todos tan despistados como yo el primer día, quizás todos con los mismos problemas de memoria, porque sus rostros mostraban esa ingenuidad y esa "pureza" de quien se ha desprendido de los recuerdos y de los propósitos. No me acerqué a ninguno de ellos sino dos días más tarde, cuando se acostumbraron a mi presencia y empezó a surgir espontáneamente la comunicación y la confianza.

Entonces me enteré de que entre ellos había un escritor, un pintor, un escultor, una extravagante bailarina, una ama de casa y dos músicos (aunque no era fácil saber si todo eso era cierto o producto de la necesidad de enmascarar la desnudez del alma con que habían llegado, la verdad es que cada quien asumió su papel con tenaz consistencia, tanto como yo lo había hecho con mi propia y supuesta actividad: investigador científico).

Roman, el escritor, fue el personaje que más me sorprendió, por la cantidad de ideas y teorías acerca de nuestra estancia en el pabellón. La más aceptable —la que finalmente ofrecía menos problemas para ser adoptada como consenso— era que todos nosotros hacíamos parte de un programa gubernamental de apoyo al artista y al ciudadano de la cultura en general, y habíamos sido traídos aquí para facilitar nuestro trabajo, nuestra obra. La teoría brindaba varias ventajas: era verosímil, nos congregaba y explicaba muchas de las extrañas situaciones que nos rodeaban. Creo que además nos simplificó la vida.
Entre otras teorías, menos convincentes, aunque no menos ingeniosas, de Roman, estaban las siguientes:


1. Éramos algo así como la materialización arbitraria de las imágenes de un escritor en proceso de creación (una teoría demasiado artificiosa).

2. Éramos energía hecha materia gracias a cierto mecanismo tecnológico sofisticado (esta teoría me gustaba mucho, pero los demás la consideraban pura ficción).

3. Éramos unos locos esquizofrénicos que no podíamos admitir nuestra realidad y por eso inventábamos otra, consistente y fascinante (demasiado odiosa e improbable, porque nuestra salud mental estaba fuera de toda duda).

Jackob, el escultor, apenas se integró durante las escasas ocasiones en que compartimos en grupo. Prácticamente todo el tiempo estuvo ocupado en su obra, una extraña escultura de madera que por momentos prometía alguna figura reconocible, pero que con el tiempo se fue reduciendo casi a la nada, pasando por lo que creíamos en un principio era un gran águila, luego una figura humana, después una ermita y finalmente un mandala.

La bailarina nos duró poco. Unos cuantos días después fue trasladada del pabellón. Nunca supimos a dónde fue llevada y en realidad su arte nos quedó para siempre vedado. En cambio los músicos estuvieron siempre atentos a exponer su conocimiento y su técnica, pero sobre todo su alegría y su versatilidad. Juan Carlos, el más joven, se hizo querer tanto de todos que el día que nos anunció su partida lloramos anticipadamente su ausencia. En realidad su voz brillante y serena vive todavía en mi corazón y en mi recuerdo, nítida y fresca.

Galo era un pintor muy hábil. Fue el último en ser trasladado. Sus cuadros, que me dejaba ver casi con exclusividad, tuvieron una evolución sorprendente en su estadía: del caos a la abstracción geométrica, del encuadramiento al aislamiento de los objetos y finalmente de la figuración a la representación del espacio cotidiano. En su último esbozo, Galo se esforzaba por pintar a los ocho, intentando reflejar en una sola situación todas nuestras actitudes y realizaciones.

La evolución de Alicia, el ama de casa, fue de otro tipo. Prácticamente encerrada en sí misma, aislada al comienzo, fue ganando confianza y afecto por nosotros. Al principio, parecía desistir del trato con los demás y pocas veces hablaba; incluso nuestros esfuerzos por despertar su interés se vieron mal recompensados; hasta que poco a poco estableció el contacto. En la última semana de su estadía, su rostro se tornó amable. Conversaba, aunque todavía tímida, y pocas veces estuvo de mal humor. Era extraña y hermosa a la vez, como esos ángeles que no necesitan de la palabra para comunicarse. Algo en sus expresiones y en sus movimientos invitaba al reposo, a la despreocupación, a la dicha. Cuando la trasladaron, comprendí que había dejado su alma entre nosotros.

 

 

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