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Resolví,
entonces, que durante un largo período estaría solo y me
dedicaría a mi obra. Les pedí a Aníbal y Angelita
que dejaran de ir, pues mi labor exigía la concentración.
Al hombre de la bata le suministré instrucciones precisas para
que atendiera mis solicitudes en la forma más rutinaria posible.
Durante varias semanas, explosivas e intensas, intenté escribir,
me sumergí hasta en las más peligrosas profundidades de
mi ser, convoqué a ese otro yo que moraba ansioso dentro de mí
y que necesitaba expresar su fuerza, intenté darle salida a toda
esa potencia interior que me sobrepasaba a través de la escritura.
Después de mucho batallar, de días llenos de desesperanza
y vacío, de íntimas penalidades que estuvieron a punto de
dejarme hueco e inerte, por fin algo estalló muy adentro y un torrente
de palabras vivas, atormentadas, brotó incontenible. Fueron entonces
días de escritura delirante que ni siquiera mi otro yo gobernaba.
Escritura soberana que imponía su ritmo, sus propias condiciones
de flujo.
No queda testimonio
de esa delirante experiencia, porque, al final, la escritura misma había
cumplido su cometido y ya no necesitaba ni siquiera de ese otro habitante
(y mucho menos de mí) ni tampoco de su permanencia.
Simplemente había
emergido su potencia misteriosa y había tomado cuerpo en forma
momentánea para luego desaparecer.
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