«Décima jugada: going up to the country, freedom. En este verano, la libertad. En el verano de 1969, unos 300.000 hippies asisten al festival musical de Woodstock. Se marca un hito en la demostración de identidad de la contracultura. Para la juventud fueron tres días de amor, paz y música (“Las carreteras quedaron bloqueadas en un radio de cien kilómetros —narra un periodista—, las gasolineras vacías, las letrinas portátiles hasta el tope, malolientes. Se declaró estado de emergencia. Pese a la lluvia y al barro, la falta de provisiones y el hacinamiento, no hubo ninguna violencia, ningún ser humano había causado mal a otro. Los jóvenes han demostrado que desean verdaderamente la paz y la experiencia comunal”); para las autoridades, en cambio, fueron tres días de estiércol, droga y música. Lo cierto es que fue el desacato más grande de la juventud a las autoridades civiles, militares, clericales y familiares... y todo, a la larga, resultó bien: hubo comida, marihuana, ácido (en realidad sólo hubo dos muertos: una chica murió atropellada por un tractor mientras dormía en su saco y otra se quedó en una sobredosis). La juventud tuvo el mundo en sus manos: 300.000 personas pensando deseando y haciendo lo mismo. El aire vibró día y noche y un sonido intenso impregnó todo el ambiente. Sobre la hierba seca fluyeron miles de jóvenes. Ahí estaba la voz cósmica de Janis Joplin, el nostálgico y preciosista blues de “Ten years after”, el rock latino de Carlos Santana, la melodía de “Crosby, Still, Nash & Young”, la depresión eléctrica de Jimi Hendrix, la comicidad de “Sha Na Na”, el brillante Soul de “Sly and family Stone”, la protesta desgarrada de Joan Báez, el mejor rocanrol de “Joe Coker y sus perros rabiosos”, la parodia exultante de Richie Havenns... Pero Woodstock fue también una premonición de la actitud que vendría después: escepticismo en lo político y social. Tras de la gran confluencia vino la dispersión y el hastío. Con Woodstock, una luz brilló sobre el mundo, pero cuando se abrió la puerta, el temor, el hábito, la inercia y la duda se interpusieron para dejarla apenas entornada... entonces vino la última jugada. (¿No fue Woodstock al fin y al cabo un contentillo, el último deseo, concedido —por anticipación— al condenado?»