«Undécima jugada: find the cost of the freedom. Fin de la utopía. El sistema, consciente del peligro potencial que entrañaban las extensas manifestaciones de la Contracultura, desplegó entonces una efectiva campaña de exterminio, atacando a cada oponente con una estrategia distinta: a los activistas más politizados les aplicó la fuerza de las armas, a los hippies inofensivos los destruyó con la diseminación de drogas duras y los marginó en comunas rurales inocuas. Se destruyó todo intento de pasar de las ideas a los actos. De la praxis social y vital de la contracultura queda poca cosa: el rock se ha industrializado, perdiendo su potencial de catarsis shamánica; las drogas psicodélicas se han adulterado para destruir a sus usuarios; las comunas, lejos de arraigar y de ofrecer una verdadera alternativa, se han postergado a enclaves bucólicos; las filosofías orientales se trivializaron en los harekrishnas y los horóscopos. El Big Brother policial y el Moloch comercial se unieron para neutralizar el underground. Sólo en el nivel ideológico ha quedado una herencia utilizable, esperando nuevas condiciones de florecimiento: los ideales de renuncia a la sociedad de consumo, la protesta contra el autoritarismo y la burocratización, las propuestas de vida comunitaria, la liberación erótica. La filosofía oriental sigue siendo una reserva cultural para las sinsalidas del racionalismo, las drogas psicodélicas siguen siendo imprescindibles para refutar el dogma de la inmaculada percepción. Quizás se ha perdido la dimensión utópica en el sentido de que —tras el fracaso de mayo del 68 y de la destrucción de la contracultura— ya no es posible hablar de revolución social sino, más bien, de resistencia individual. O tal vez haya que inventar otro juego».


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